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una de vez de pequeña pude subir al campanario de la iglesia del pueblo. junto a mi abuelo subí por una escalera muy empinada, con peldaños irregulares y con una barandilla de madera que me regaló un par de astillas. llegar allí arriba fue como llegar al cielo. una cuerda llena de nudos caía desde una altura impresionante y se te ponías debajo solo podías ver la inmensidad oscura que hay dentro de la campana. mover aquella mole iba a ser impresionante. no me veía capaz. pero el milagro se hizo y empezó a repiquetear. ni una nota desafinaba. del cielo o del techo caían restos de nidos de pájaros, trozos de pared desconchada y un ruido atronador. pero no suena igual en ese espacio pequeño que cuando lo escuchas desde la calle. lo mismo ocurre con las cosas que nos cuentan y las que escuchamos nosotros mismos. el sonido, el mensaje varía. nunca he tenido claro que es lo mejor. poco importa. ojos que no ven, oídos que todo lo escuchan.
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como soy muy baja siempre estoy de puntillas. de puntillas para coger los platos, para coger un libro, para guardar la caja del té, para regar las plantas. de puntillas para verlo todo un poco más cerca. de puntillas para llegar un poco antes. nunca me he puesto de puntillas cuando llueve. de hecho, si pudiese, me haría un bicho bola para que las gotas me encontrasen la última. me encojo ante el trueno y la tormenta o cuando veo una película de miedo. me estiro cuando estoy a gusto, cuando me despierto por las mañanas o cuando se me agarrota el cuerpo con tanto contorsionismo. que pocas veces estamos en nuestra altura original. como si estuviésemos jugando al pilla pilla con la vida sorteando todas sus tiradas. hoy no me ha tocado y resoplo como cuando el profesor no decía mi nombre para salir a la palestra. nos pasamos la vida reivindicando nuestro lugar, las cosas hechas a medida, todo bien ajustado sin darnos cuenta que no tenemos ni idea del lugar que ocupamos en el mundo.
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