San Vicente de las Monjas estaba situado cerca de un pequeño río donde todos los domingos la gente solía tomar el aperitivo. Era un lugar bastante tranquilo, solitario y sereno donde el único sonido que se oía a lo largo del día era el ruido de los pajaritos cantando y bailando cerca de uno de los mayores árboles que existían en aquel lugar.
Nunca imaginé que lo que más odiaba pudiera estar pasándome.
Yo era uno de los chicos más llamativos de Madrid; todo el mundo me quería y quería, al mismo tiempo, pasarlo bien conmigo. Cada fin de semana cogía mi coche último modelo y me recorría todas las fiestas de la capital, conocía gente y, a veces, me costaba bastante llegar a casa. Fue así como conocí a La chica de las Coletas, bastante simpática y maja, aunque very crazy. Sólo le importaba pasarlo bien, vivir todos los placeres de la vida y disfrutar al máximo todo lo que conseguiamos. Éramos muy felices; lo compartíamos todo y juntos hacíamos todas las cosas, sobre todo ir de compras. Pero, La Chica de las Coletas tuvo que irse. Le había salido trabajo en Nueva York y de vez en cuando me mandaba cartas y mensajes enseñándome todas las celebrities del otro lado del Atlántico. Digamos, que el destino nos separó.
Y aqui estoy yo ahora
Tumbado en la consulta del doctor, contándole mi vida a un señor que no conocía de nada y que parecía del siglo XIX pues, su único gesto, era afirmar con la cabeza a lo que yo decía.
(CONTINUARÁ…)
Jajaja! Nada es para siempre
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